Vivimos en un mundo excesivamente materialista. Parece que, o nos hacen creer que (y nos lo creemos) que si no tenemos esto y aquello no seremos felices. Es cierto sin embargo, que las cosas que nos acompañan en ciertos momentos de la vida terminan formando parte de ella. E, inevitablemente, les terminamos cogiendo afecto.
Después de un día de fiesta exprimiendo cada bonito momento con mi familia, abro el ordenador y me encuentro un correo que me avisa que he vendido el moisés de mis pequeños. Mi primera reacción ha sido de vacío. Como si hubiera perdido algo en mi vida. Me han dado un poco lo mismo los euros que he ganado con la venta. Por un segundo he pensado "¡que me lo devuelvan!".
Ese pequeño espacio que montamos dos veces; que movimos otras mil de la habitación al comedor, del comedor a la habitación; que nuestro pequeño-gran-hombre pensó que era un coche de carreras cuando nació su sufrida hermana; esas cuatro maderas y esa ropa confortable y mullida que durmieron largas noches en vela a nuestro lado. Y aunque son sólo eso, cuatro maderas y un colchón pequeño, es como si me hubieran quitado un trocito de mí. Una auténtica estupidez. Reconocido queda.
El consuelo: pensar que no sufro el síndrome de Diógenes y que otra familia, a un precio económico, podrá acunar a su bebé en ese pequeño mundo.